domingo, 7 de octubre de 2012

La piel como barrera defensiva


El cuerpo humano posee un conjunto de barreras defensivas que tienen por función impedir la entrada y el desarrollo de los agentes patógenos que provocan enfermedad.

Barreras primarias
La piel es la primera barrera defensiva que impide el ingreso de agentes patógenos en el organismo humano, por eso es fundamental mantenerla limpia y flexible. El sudor, que producen las glándulas sudoríparas, tiene un pH levemente ácido; esta característica impide la supervivencia de muchos microorganismos. Las glándulas sebáceas producen ácidos grasos que inhiben el desarrollo de ciertas bacterias.
En los orificios corporales (boca, fosas nasales, orificios urogenitales, etc.), la piel recibe el nombre de mucosa. Las células mucosas segregan mucus, una sustancia, que actúa como una trampa eficaz. Las células de la mucosa de las vías respiratorias poseen cilias, que em­pujan el mucus con partículas de polvo y microorganismos hacia el exterior.
Otras secreciones que tienen función defensiva son las lágrimas y la saliva, que producen una sustancia química, llamada lisozima, capaz de destruir la pared celular bacteriana. Los jugos digestivos, ricos en ácido clorhídrico, también provocan la muerte de algunos microorganismos presentes en los alimentos.
Un tipo de defensa muy especial lo constituyen las bacterias de la flora intestinal; éstas colonizan el intestino e impiden el desarrollo de otras bacterias que sí son perjudiciales.

Barreras secundarias
Cuando las barreras primarias han sido vencidas, los agentes patógenos se adhieren al te­jido, utilizando distintos tipos de mecanismos, penetran en él, lo colonizan y se desarrollan. Es entonces cuando entran en acción los leucocitos (glóbulos blancos), principalmente los polimorfonucleares (PMN) o granulocitos y los monocitos o macrófagos. Los PMN po­seen lisosomas para destruir a los agentes patógenos. Los macrófagos también intervienen en la formación de anticuerpos. Ambos tipos de leucocitos poseen una serie de propiedades para capturar y destruir a distintos microorganismos:
Quimiotaxia: capacidad de responder a las sustancias químicas (llamadas linfoquino-nas) producidas por las células de los órganos dañados;
Movimiento ameboide: forma de desplazamiento que les permite movilizarse de un lugar a otro, semejante al que utilizan la amebas;
Diapédesis: capacidad que tienen los leucocitos para atravesar los vasos sanguíneos; fagocitosis: consiste en envolver al agente patógeno y destruirlo mediante la acción de enzimas.
El organismo experimenta una serie de fenómenos que favorecen la función fagocítica de los leucocitos. Por ejemplo, se produce vasodilatación y aumento de la permeabilidad capilar en la zona infectada, lo que permite un aumento del flujo sanguíneo y, por lo tanto, que lleguen más leucocitos.
Tanto las barreras primarias como las secundarias constituyen defensas no específicas, porque atacan a cualquier tipo de agente patógeno.
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Barreras terciarias
La última barrera defensiva está constituida por distintos órganos: la médula ósea de los huesos largos del cuerpo, el bazo, el timo y los ganglios linfáticos; estos órganos producen o completan el desarrollo de dos clases de leucocitos: los linfocitos B y los linfocitos T. Los del tipo B tienen la propiedad de elaborar moléculas especiales que neutralizan a los agentes patógenos y generan inmunidad en el organismo: los anticuerpos.
Antígeno es toda sustancia extraña que tiene la capacidad de provocar la formación de anticuerpos. Ejemplos de antígenos son las proteínas que forman parte de la cápsula viral, los lípidos que conforman la cápsula bacteriana, etcétera.
Los anticuerpos o inmunoglobulinas (Ig) son moléculas proteicas elaboradas por los linfocitos B cuando éstos están en contacto con un antígeno determinado. Un individuo llega a producir casi un millón de anticuerpos, de distintos tipos, durante toda su vida.
En este caso, la respuesta inmunológica que se desencadena se caracteriza por tener:

Especificidad, es decir, que hay un tipo específico de anticuerpo para cada tipo  de antígeno, porque se establece una combinación selectiva y precisa entre ambos;
Memoria, una vez que se produce un tipo de anticuerpo, un nuevo contacto con el agente patógeno que generó su producción hará que los linfocitos produzcan anticuerpos en más cantidad y con mayor rapidez.

Los linfocitos T se producen en la médula ósea, pero se dirigen luego hacia el timo, órgano del cuerpo ubicado en la base del cuello, donde terminan su maduración. Aunque no producen anticuerpos, tienen en su superficie receptores de membrana capaces de reconocer específicamente a los antígenos. Existen distintos tipos de linfocitos T: los lla­mados citotóxicos, que se unen a los antígenos del agente patógeno y lo destruyen con sustancias tóxicas; los cooperadores o auxiliares, que estimulan a los linfocitos B a re­conocer los antígenos, y los supresores, que inducen el cese de la actividad de los linfo­citos B y, por lo tanto, la interrupción de la producción de anticuerpos.
Los macrófagos, además de constituir barreras secundarias, intervienen en la forma­ción de anticuerpos. Luego de fagocitar al agente patógeno, se produce la lisis del mis­mo, y quedan incluidos antígenos en la superficie del macrófago. Cuando éste entra en contacto con un linfocito, se desencadena la producción de anticuerpos. Casi toda la respuesta inmune se produce gracias a que los macrófagos sirven de intermediarios; la ma­yoría de los antígenos sólo estimulan a los linfocitos a través de macrófagos.

Inmunidad activa y pasiva
La inmunidad es activa cuando el individuo produce los anticuerpos por sí mismo. Esta es natural como consecuencia de padecer una enfermedad, y es artificial cuando la formación de anticuerpos se produce como respuesta a la aplicación de vacunas.

Vacuna. Las vacunas son preparados que se elaboran con gérmenes, generalmente muertos, o toxinas de éstos, pero con su virulencia atenuada. Al aplicarlas, los linfocitos producen anticuerpos. Cuando la persona se pone en contacto con el agente patógeno de la enfermedad para la que fue vacunada, gracias a la memoria inmunológica de los linfocitos la enfermedad no se desarrolla. Esta respuesta inmune demora de dos a cuatro se­manas en establecerse, pero su duración es prolongada.
Por lo general, para mantener la capacidad inmunológica contra una determinada enfermedad, se debe administrar más de una dosis de vacuna.
La inmunidad se adquiere en forma pasiva cuando el organismo recibe los anticuerpos ya elaborados. Esto sucede naturalmente en el recién nacido, gracias a los anticuerpos ma­temos que recibe durante la gestación, a través de la placenta, y, posteriormente, durante la lactancia. Artificialmente, la inmunidad pasiva se obtiene cuando se aplican sueros.

Suero. El suero es la parte de la sangre que no contiene los elementos figurados (eritrocitos, leucocitos y plaquetas). En él se encuentran los anticuerpos que produce naturalmen­te el organismo contra gérmenes patógenos. Cuando se aplica suero a una persona, se ino­culan los anticuerpos que se formaron en otros organismos, ya sean humanos o animales.
La preparación de un suero exige inmunizar con antígenos a un animal (generalmente caballo o cerdo) para que elabore anticuerpos. Se procede luego a extraerle periódicamente sangre, se separa el suero por coagulación y se purifica y esteriliza.
Las inmunoglobulinas humanas son anticuerpos presentes en el suero sanguíneo humano, como por ejemplo la gammaglobulina; actúan directamente frente al contagio de en­fermedades, y se obtienen concentrando suero sanguíneo de donantes voluntarios.
Un individuo inmunizado pasivamente nunca tendrá más anticuerpos que los que recibió, y éstos gradualmente irán desapareciendo. La sueroterapia se emplea para producir una inmunidad pasiva temporal, ya que su acción en el tiempo es breve.
El empleo del suero, como el antirrábico, el antitetánico o el antiofídico, es efectivo para controlar una afección peligrosa. Se lo utiliza como medida preventiva en caso de ries­go de contagio masivo; por ejemplo, se suele aplicar suero contra la hepatitis A a aque­llas personas que viajan a zonas donde esta enfermedad está muy difundida.
Las vacunas se emplean como medida preventiva, para proteger a la persona
contra futuros ataques de agentes patógenos. Los sueros son principalmente terapéuticos, y se aplican en el momento que la persona está padeciendo la enfermedad, con el fin de curarla.

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